Literaturra agradece el trabajo de Agencia Walsh
Agencia Walsh www.agenciawalsh.org
“Perdimos, no pudimos hacer la revolución. Pero tuvimos, tenemos, tendremos razón de intentarlo. Y ganaremos cada vez que un joven sepa que no todo se compra, ni se vende y sienta ganas de querer cambiar el mundo.”
Envar El Kadri
Domingo, 25 de marzo de 2007
30 años sin Rodolfo
El violento oficio de escritor
“Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República.
“Nací en Choele-Choel, que quiere decir "corazón de palo". Me ha sido reprochado por varias mujeres. Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios.
“El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba. (…)
“En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo.
“Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”.”
De Ese Hombre
Esa mujer
El coronel elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes- dice. Como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado Filosofía y Letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga. Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) ir‚ a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo ir‚ tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas las de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un
momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Figari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer, coronel.
Sonríe.
-Todo se encadena -filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
-¿Mucho daño? Pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
-Contále vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
-La pobre quedó muy afectada -explica el coronel. Pero a usted no le importa esto.
¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¡Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el coronel. Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán N...
-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y usted, coronel?
-Lo mío es distinto -dice. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
-Ojalá dependa de mí, coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
-Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Qué querían hacer?
-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
-Desnuda –dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces “Eso le demuestra”, como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre gente? Sí, pobre gente.-el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.
-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: “Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo.” Después me agradeció.
Miró la calle. “Coca” dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola” dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. “Beba”.
-Beba -dice el coronel.
Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
-Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
-Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era? Se ríe. La mano se vuelve roja. “Beba”.
-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Decíles que no estoy.
Desaparece.
-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos.
Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillo , vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña. Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
-¡Está parada! -grita el coronel. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? –dice- ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
-¿La sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas personas saben?
-Dos.
-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero. ¿No le preocupa la historia? -Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, ¡coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.
Rodolfo Walsh: Hay cosas que sería útil que fueran dichas
Marzo de 1972. De los papeles personales de Rodolfo Walsh, reflexiones sobre su vida y su escritura. Walsh textual.
“Martes 14. Entre el sábado y el lunes lectura de la novela de Paco (Urondo). Agitó muchas cosas, entre ellas el siempre latente problema de la escritura.
Aunque es evidente que no me considero ya un novelista, que no me veo consagrando mi vida a escribir novelas, ni siquiera una novela, también es cierto que hay cosas que podría decir que me gustaría decir que sería útil que fueran dichas.
Pienso que mi vida como muchas vidas ilustra cosas, que esas cosas serían más claras para algunos de los demás para aquellos a quienes quiero entre los demás si yo encontrara una forma verídica sincera de sintetizar esa vida y esa experiencia.
¿Cuál sería el método? Imagino de pronto una especie de inventario de todas las cosas los lugares las ideas sobre todo las personas que se han acumulado en mi memoria. Tal vez si hiciera ese inventario encontraría luego el hilo conductor que lo justificará literariamente pero sobre todo su razón de ser histórica política.
Porque si yo muriera mañana una parte de mi vida –esta parte de mi vida- podría parecer insensata y ser reclamada por algunos que desprecio e ignorada por otros a los que podría amar. Desde luego esa reivindicación personal no es lo que más importa –aunque no sea totalmente capaz aún de renunciar a ella. Lo que importa es el proceso que ha pasado por mí la historia de cómo yo cambié y cambiaron los demás y cambió el país.
Lo que importa es cómo pudo nacer aquí en este lugar dejado lo que está naciendo. Importan también los otros, los responsables, los chantas: yo me entiendo por ahora.
Imagino también un inventario de las cosas que quiero y las cosas que odio: ya lo dije. Las cosas que quiero mis hijas el trabajo oscuro que hago los compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de lo escondido el método cotidiano la furia fría la alegría general que ha de venir un día la gente abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable la sumersión en los otros.
Las cosas que odio que desprecio la traición la estupidez Frondizi la televisión Jacobo los yanquis de la Esso o los ingleses de la Shell porque estos hijos de puta son cuñas del mismo palo Bernardo Neustad los mercenarios los discursos de los generales las turritas y los pavos de la publicidad oliendo a la colonia que mata los comunistas del partido los falsos profetas de la izquierda acalambrada la camiseta peronista el bigote peronista el odio de los oligarcas la cultura de La Prensa la senilidad de Borges la convicción de Gleyzer o de Aizcorbe los que matan a la gente los torturadores los farsantes los radicales del pueblo sobre todo si son jóvenes y una lista inmensa inalcanzable que se podría tratar de perfeccionar.
¿Qué hago yo con todo eso? Empiezo a juntarlo y empiezo a mirarlo empiezo a estudiarlo empiezo a ver si se deja escribir. Y si no se deja mala suerte será como la primera nenita que no se dejó cuando yo tenía ocho años y ella tal vez seis. Porque si no es sobre eso no vale la pena escribir sobre nada”.
Rodolfo Walsh 14/3/72
Fuente: “La Voluntad. Tomo I” de Anguita-Caparrós, págs 535/536
El País De Quiroga
A treinta años de su muerte, San Ignacio no guarda buenos recuerdos de Horacio Quiroga. Pero en otros lugares de Misiones, la historia cotidiana reafirma el valor de su obra.
El hombre barbudo oyó cantar a los monos del otro lado del río, y dijo:
—Va a llover.
Y preparó los tachos para juntar el agua, porque en su casa escaseaba el agua a pesar de toda su fabulosa ingeniería. Este hombre había hecho un jardín sobre la roca, a fuerza de pico, astucia y dinamita; tenía pileta de cemento donde se enroscaba Anaconda; con pieles del monte confeccionaba tapados para su mujer y zapatos para sus hijos; fabricaba canoas y peces de cerámica, alambiques, retortas, aguardiente; manejaba ácidos, taladros, esmaltes. Recogía orquídeas. Con sus manos extraía el veneno a la yarará, criaba búhos, celestitos y coatíes, cultivaba yerba y caña de la India. Dominaba cien trabajos, pero ninguno le servía para que el agua subiera a su meseta. El agua debía bajar del cielo. Por eso el hombre barbudo prestaba atención a las señales, y cuando oyó cantar a los monos dijo:
—Va a llover.
Y sacó los tachos para recoger el agua.
Y llovió, como dijo el hombre barbudo que conocía a los monos.
Pero llovió de la mitad justo del río para el otro lado, que era el Paraguay. Y de la mitad justa del río para acá, que era la Argentina, no cayó una gota.
Esto ha quedado como un chiste sobre el hombre que conocía a los monos. Y es un chiste, pero algo más, porque nadie como ese hombre ha pensado tanto en las lluvias.
—Cómo se mojaba don Quiroga —dice esta vieja sonrisa, acurrucada junto al fogón, más acá de vidrios empañados—. Cuanto más llovía, más salía, más se metía al monte.
En el monte no estaba solo. Con él corría desesperadamente Orgaz, el jefe del Registro Civil, emplazado a entregar sus planillas en Posadas, viendo en el horizonte "los golpes de agua lívida que rayaban el cielo". Con él deliraba y se moría lentamente, Subercasaux bajo el estruendo del cinc, dejando a sus dos hijitos abandonados. A su lado malparía Carlota Phoening y se arrastraban Joao Pedro y Tirafogo en busca de la tierra prometida mientras el diluvio "transformaba las picadas en sonantes torrenteras rojas".
También a nosotros las lluvias, que nos perdonaron quince días en el interior de la provincia, nos alcanzaron en San Ignacio. Misiones es una isla bajo el temporal que disuelve momentáneamente en tedio y encierro el propósito que nos trae: ver qué queda, a treinta años de su muerte, del hombre que alzó en torno de San Ignacio una construcción más inmaterial, duradera, que la ordenada piedra de los jesuitas.
Paisaje, ausencia
La casa está allí con sus piedras desnudas, su mágico círculo de palmeras, el busto del hombre barbudo en cuyo pedestal los estudiantes de visita declaran fugitivos amores, el letrero que pretende rememorar a "un peón" debajo de un árbol raquítico. Hay una hora precisa de la tarde en que el sol pone una explosión de azafrán sobre el Paraná, que visto desde esa altura es un lago apacible encerrado entre lomas amarillas y verdes, y por un momento uno puede suponer que lo está viendo con la mirada de aquel hombre hirsuto y terrible que San Ignacio ya hubiera olvidado —salvo por sus excentricidades inquietantes o ri-si el resto del país no se empeñara en recordárselo.
El hombre barbudo oyó cantar a los monos del otro lado del río, y dijo:
—Va a llover.
Y preparó los tachos para juntar el agua, porque en su casa escaseaba el agua a pesar de toda su fabulosa ingeniería. Este hombre había hecho un jardín sobre la roca, a fuerza de pico, astucia y dinamita; tenía pileta de cemento donde se enroscaba Anaconda; con pieles del monte confeccionaba tapados para su mujer y zapatos para sus hijos; fabricaba canoas y peces de cerámica, alambiques, retortas, aguardiente; manejaba ácidos, taladros, esmaltes. Recogía orquídeas. Con sus manos extraía el veneno a la yarará, criaba búhos, celestitos y coatíes, cultivaba yerba y caña de la India. Dominaba cien trabajos, pero ninguno le servía para que el agua subiera a su meseta. El agua debía bajar del cielo. Por eso el hombre barbudo prestaba atención a las señales, y cuando oyó cantar a los monos dijo:
—Va a llover.
Y sacó los tachos para recoger el agua.
Y llovió, como dijo el hombre barbudo que conocía a los monos.
Pero es una ilusión. El mundo de Horacio Quiroga ya no está en ese pueblo tranquilo, disperso y polvoriento. No es que San Ignacio haya cambiado mucho; es que sus personajes se han evaporado, y si existieran no se quedarían. Los encontraríamos tal vez mercando madera en la selva brasileña, ambulando con los trovadores de la frontera, remendando los alambiques domésticos que en el Alto Uruguay destilan citronela y menta, asomados al Moconá, la segunda catarata de Misiones (dos mil metros de ancho), que pocos argentinos conocen.
En San Ignacio, Quiroga se ha vuelto anécdota, que es como decir olvido, conmemoración escolar —último fruto del tedio—, homenaje de notables, que es auto-homenaje. De toda su gente, los hombres y mujeres que quiso, odió, retrató, sólo encontramos a uno para quien conocer a Quiroga fue el favor más grande de la suerte. Perdido en el monte, en un rancho cuyo único esplendor es la glorieta de isipó, Juancito Juárez fabrica muebles y guitarras con las herramientas que pertenecieron al escritor. Entre sus escasos bienes guarda una primera edición de Los Desterrados dedicada a su padre, Isidoro Escalera, uno de los primeros amigos de Quiroga. Alto y enjuto, a los 53 años conserva algo del asombro que le inspiraba en su infancia aquel hombre que le enseñó a dibujar, a embalsamar animales, y para quien construyó su primer violín.
Reprobación y leyenda
Era un hombre ejemplar, trabajador. Una gloria de la literatura. Lo consideramos un poco nuestro. Etcétera.
Pero el chico que en el otoño de 1966 disparó el primer hondazo contra la casa-museo de Quiroga interpretaba un sentimiento más generalizado y sincero. Cayeron los vidrios en sucesivas cascadas antes del saqueo que dispersó fotografías, herramientas, cartas. La era de los homenajes había concluido y por debajo de las reticencias y los clisés se afirmaba la versión auténtica: en San Ignacio, Quiroga es ignorado, menospreciado, a veces detestado.
—Quiroga fondo no era malo —farfulla un viejo colono ruso—, era loco.
—Lo agrandaron después de muerto —dice un poderoso terrateniente—. Inventaba cada fábula...
—Cada uno tenemos nuestra taras —disculpa el portero de la escuela.
Un par de actitudes y una docena de anécdotas (algunas falsas) nutren esa hostilidad. El maligno burro de Bouix, muerto por Orgaz en "El techo de Incienso", procreó legiones de animales baleados por el hosco habitante de la meseta. Quiroga araba de frac (sic) y comía cosas raras. En los carnavales usaba una fumigadora para empapar a los transeúntes desde su fortacho. Juez de paz, se olvidaba de inscribir los nacimientos y hasta hoy sigue apareciendo gente que no estaba anotada en ninguna parte.
—Éramos amigos —dice el alemán Max Bóse—, pero él se olvidaba. Un día quise cruzar su campo, y me corrió a tiros de escopeta.
Hay el próspero colono puede cruzar sin miedo el campo: es su campo.
El testigo
La reserva, el distanciamiento de Quiroga, pueden rastrearse en los personajes en que él mismo se retrató. Orgaz hablaba poco y escuchaba con atención insolente. En el pueblo no se le quería. Una "barrera de hielo" lo separaba de "los gentiles hombres de yerbas". Entre Moran, el personaje de Pasado amor, y los pobladores de Iviraromí (San Ignacio) hay también una "sima insalvable". Subercasaux (El Desierto) no podía conseguir sirvienta porque su laconismo "exasperaba y cansaba a las muchachas".
Quiroga, ciertamente, tuvo amigos-personajes: una extraña junta de fracasados, románticos, mutilados, aventureros. Son los desterrados, los destiladores de naranjas, los fabricantes de carbón, "los pobladores con alguna cultura de Iviraromí: diecisiete en total", los diecisiete jugadores de ajedrez, separados de los otros, de los "analfabetos de rapiña" (dice duramente), ocupados en amontonar tierras, riquezas y aristocracia pueblerina.
Aquellos fracasados geniales eran el fermento intelectual de una sociedad que experimentaba la transformación más extraordinaria que haya ocurrido en una provincia argentina. Baste recordar los 50.000 habitantes de 1914 convertidos en los 450.000 de hoy: las mil toneladas de yerba que la provincia producía, multiplicadas por cien antes de 1937; los míseros barriles en que el alucinado doctor Else pretendía destilar naranjas, prefigurando la planta de la Citrex que en 1967 exporta 600.000 dólares en jugos cítricos.
Sobre la violencia primitiva se asentó un orden; detrás de los pioneros, los pacíficos burgueses; los hijos no quieren reconocer en la iconografía familiar los retratos llameantes de los padres; y algunos de los sobrevivientes prefieren contemplarse retocados con pincel eléctrico en un marco bombé y doré...
—Sí —admite Pablo van der Thorpe, secretario de la municipalidad—, papá y Quiroga eran íntimos amigos. En una novela, no sé cuál, creo que lo nombra.
Habla de "Van Houten", que es un cuento. Y Pablo van der Thorpe es hoy propiamente Lo-que-queda-de-Van-Houten, así llamado (el padre) porque "le faltaba un ojo, una oreja y tres dedos de la mano derecha".
Situado en el centro de ese formidable cambio, convertido él mismo en misionero, Quiroga tomó partido por lo que espiritualmente era el elemento transformador, pero socialmente no rozaba los niveles del prestigio: individuos consagrados al alcohol, la invención, la nostalgia. Han desaparecido, sobre todo en San Ignacio, y la actual sociedad ignaciana repudia sigilosamente la imagen y al autor.
Esa es una de las dimensiones del vacío. Hay otra.
La brecha
—Pero ése no va a sopapear más a nadie, gringo aña membuí —dice el mensú de "La Bofetada" tras despachar a su patrón Korner.
Quiroga parece que no toma partido, pero la historia que cuenta lo toma por él. Al fin y al cabo Korner pierde la vida mientras que el mensú sólo pierde "la bandera" —es decir la patria— mientras huye al Brasil.
"Los Desterrados" enfrenta casi del mismo modo al negro Joao Pedro y al "extranjero" que aparece "terriblemente azotado a machetazos, como quien cancha yerba de plano".
—Olvidóse de que eu era home como ele... —dice Joao Pedro—. E candiel o franceis.
La historia colectiva siguió un curso distinto al de estos desahogos individuales. El gringo quedó como dueño de la tierra y el peón es siempre criollo: misionero, paraguayo, brasileño. La brecha es étnica y cultural, amén de social, y las historias que la reflejan resultan odiosas "en na región que no conserva del pasado jesuítico sino dos dogmas: la esclavitud del trabajo, para el nativo, y la inviolabilidad del patrón".
Esto es sin duda lo que quiere decir el terrateniente de San Ignacio (hombre amable, por lo demás) cuando afirma que "las novelitas de Quiroga no eran útiles a la colectividad".
Muerte, resurrección
Un impromtu de pavimento une Posadas con San Ignacio, y termina allí nomás. Largas calles de tierra discurren entre tantos baldíos como casas viejas. Esta fue la zona de la primera fiebre yerbatera que luego se desplazó hacia arriba, dejando una secuela de abandono y plantaciones agotadas. San Ignacio es lugar de turistas que acuden a ver las ruinas. Para reencontrar el país de Quiroga hay que subir el Paraná, o Qegar al Alto Uruguay cruzando la sierra central.
Algunas cosas no alcanzó él a verlas: las plantaciones de tung que han dado a Misiones su único paisaje de invierno, los cultivos de le, los agricultores japoneses de Colonia Lujan, esa calle larguísima que es El Dorado. Pero esas cosas se integran con la visión que él tuvo, porque este país nuevo es de algún modo el país viejo, y aquí todavía hay lugar para el descubrimiento y la aventura.
En el puente del arroyo Tabay, cruzamos un camión que lleva una antigua caldera de locomotora. Pienso: ahí va un inventor, alguien que usará la caldera para algo que sólo a él se le pudo ocurrir. En Santo Pipó, un pequeño colono suizo cuidaba las lombriceras con que prepara el "abono viviente" que ha dado fama internacional al método Roth de conservación de suelos. Víctor Menocchio, en el puerto que Deva su nombre, nos mostraba su secadero alimentado por el palo de descarte de la yerba, y guardaba aún en secreto su invento más ambicioso: una cosechadora que realiza el trabajo de cincuenta hombres.
Misiones nació bajo el signo de la invención, porque debió crear de la nada la maquinaria de su industria madre, que no existía en Europa. Cada colono es en potencia un Drever, un Rivet, un doctor Else. Y la fantasía inventiva del propio Quiroga es su rasgo más típicamente misionero.
Nuevas historias
San Ignacio duerme, el famoso bar de las ruinas donde nacían las historias ha desaparecido. Pero otros pueblos velan a lo largo de las rutas, y en sus boliches y paradas llenos de ajetreo y ambición se oyen cuentos penetrados del viejo sabor quiroguiano. Es ya la historia de la curandera que hace soplar a la parturienta una vela puesta sobre su vientre y le pregunta: "¿Estás rendida?", hasta que el chico nace. La cuenta entre carcajadas un soldado en un puesto perdido de gendarmería. Son los indios cainguás que Osvaldo Rey sacó del monte y llevó a un escenario escolar para que bailaran sus perdidas danzas: al principio no querían subir, y después no querían bajar. Es la inquietante figura del "indio Moro", monstruo de gran sombrero y ojos en espiral, que sumerge un niño en una pileta. El dibujo, de tremenda fuerza en su ingenuidad, cuelga sobre el bar de Montecarlo, y su autor —el lavacopas— no quiere venderlo por ningún oro del mundo.
Es el tiroteo de anécdotas con que nos recibieron una noche en "La Taba", hotel y parrilla de Puerto Rico, el hotelero Suano, el boli¬chero Brandt, el comerciante Rovotti, el maestro (ex diputado) Rey.
—Yo —dijo Suano— empecé con trescientos pesos y un boliche que se llamaba "Argentino hasta la muerte". Iba a la ruina hasta que me avivé y le cambié el nombre. Qué p..., si acá eran todos gringos. Miraban el cartel y se iban a otra parte.
—Contales de la mina que descubriste.
—Con un chileno descubrimos una mina de wolfram. Estaba justo debajo de la cocina de un tipo que se llamaba Chuster. Le pusi¬mos La Acertada. ¿Vos sabes lo que es el Libro de Pedimentos? No. Bueno, vas al Correo, pedís el Libro de Pedimentos y anotas la mina. Desde el año 17 estaba ese libro ahí y nadie descubría nada. Ya íbamos a empezar la explotación cuando vino el Ministerio de Agricultura y puso un letrero: Zona Reservada. Nos arruinaron el negocio y ellos nunca sacaron nada.
—Yo fundé el primer club de fútbol —dice Brandt—. Parece fácil, ¿no? Tiene que ver la guerra que nos hacía el cura, por los pantalones cortos.
—No era por eso —explica Rey—. Esos negros salían a la cancha con pantalón corto y un 44 en la cintura.
Es, en fin, el personaje clásico de la picaresca misionera: el juez de paz, que en este caso se llamaba Sequeira. Anotaba las coimas en el almanaque. Se inmortalizó al obligar a los colonos a marcar los chanchos, a cinco pesos por cabeza. El recuerdo de su heroica muerte enciende un huracán de risas:
—No pudo frenar la bicicleta en un repecho. Lo frenó un árbol.
Sí: las historias existen y no hay más que pararse a escucharlas. Pero un oyente como Horacio Quiroga tardará en nacer, si es que nace.
De “El violento oficio de escribir”
Literaturra agradece el trabajo de Agencia Walsh
Agencia Walsh www.agenciawalsh.org